Sufro de una terrible enfermedad, desde pequeña. Se llama melancolía y me ataca a menudo, más de lo que yo quisiera, incluso en el momento de estar viviendo eso que después voy a añorar. Lo vivo intensamente y una vocecita dentro de mi me dice: -buuf, cómo vas a echarlo de menos. O: – Cómo vas a recordarlo para siempre.
Y ahora, una semana después, estamos todos los que formamos parte de este circo tan especial, un poco enfermos, un poco afectados por este virus que te deja en momentos sin respiración. Pero claro, peor siempre es para el que se queda que no para el que se va. Y yo, esta vez, al contrario de lo habitual, he sido la que me he quedado: en la casa que ha acogido a gente tan maravillosa y creativa, en el pueblo, con el material, las fotos, los recuerdos, la piscina, la barbacoa…Las cosas parece que no tienen sentido si no tienes amigos con quién compartirlas.
El vacío ha sido enorme. Terminar arriba, al límite de todo, y al día siguiente…Nada. La soledad y el vacío. El silencio. Nada. Siempre despidiéndome. Algo que debo aprender o que llevo aprendiendo desde pequeña.
Me quedan las instantáneas, las risas pegadas en las paredes de la casa, nuestras tazas del desayuno, la música, los cerezos ya sin fruto…Me queda todo.
Ya se sabe…las enfermedades hay que sudarlas y pasarlas. Incluso las del alma.