Recuerdo las dudas al decidir si cambiábamos la ciudad por el pueblo: el aislamiento, el aburrimiento, la soledad, el silencio, conducir, estar lejos…Pensaba que iba a echar de menos el piso dónde vivíamos, pues allí parece que me he hecho adulta, lejos de la familia y sus influencias, estos últimos siete años.
Todas las dudas se disipan cuando la naturaleza te da sus momentos: los crueles, los fríos, los cálidos, la luz, la noche…Vivir al ritmo de los ciclos naturales te devuelve a ti mismo, te devuelve a ti como persona, recuerdas quién eres, de dónde vienes, por qué estás aquí. De repente, entiendes la enajenación de la ciudad, la contaminación acústica, la falta de comprensión o de entendimiento entre las personas. Lo comprendes porqué…están desconectados. Conducir viendo el paisaje es un placer, ya no se trata de llegar sino de disfrutar del viaje, y eso es lo que hago. Respiro al ir a trabajar, respiro al regresar. Y mi vida se divide claramente entre el tiempo para mi, para disfrutar o trabajar, o aburrirme y estar, y mi vida laboral, a la que llego absolutamente abierta, relajada y dispuesta a darlo todo. Ya no siento que nadie me roba nada, que me quedaré sin energía y no habrá dónde repostar. Tengo un entorno que es mejor que una gasolinera, él sólo se encarga de regenerarme y de transmutar cualquier pizca de negatividad que pueda arrastrar. Es simple, construimos casa, diques, ciudades, para protegernos de la naturaleza y su crueldad, su dureza. Pero no hay nada más duro que alejarse del sitio dónde perteneces, no hay nada más duro que no querer asumir quién eres o de dónde vienes.
Feliz Jueves…