Paula, la niña Índigo

Érase una vez una niña con unos ojos tan grandes, tan grandes, que era capaz de ver más allá de dónde el resto de las personas solemos ver. Sus ojos veían de diferente forma a cómo vemos los demás. Nunca se había planteado si el resto del mundo eran capaces o no de ver lo que ella percibía, así que nunca pensó que lo que su visión le ofrecía no entraba dentro de los márgenes de lo que consideramos normal.
Le gustaba entretenerse en observar la naturaleza. Cuando había sol, los árboles desprendían una fuerte luz amarilla que los rodeaba y se alargaba hacia el cielo. Era cegadora. Por eso ella creía que los adultos usaban las gafas de sol. En los días nublados, las luces eran blanquecinas y se difuminaban entre los oscuros nubarrones cargados de lluvia.
Pero lo que más le gustaba era observar detenidamente a las personas y saber, a través de los colores, qué era lo que sentían o qué les estaba pasando. Cuando mamá estaba enfadada, Paula desenfocaba la vista y podía ver una nube de un rojo intenso encima de la cabeza de mamá. Cuando papá cantaba y estaba contento, una luz verde llena de chispeantes destellos amarillos aparecía encima de él. Pero cuando sus padres discutían, un enorme nubarrón lleno de rayos se movía del uno al otro. Eso no era bonito de ver. Pero Paula había creado una enorme clasificación de colores y les había otorgado a cada uno un estado de ánimo. Sabía así cuando la gente estaba contenta, triste, enamorada …Éste último estado era muy divertido pues en estos casos, Paula podía ver cómo una flecha roja atravesaba la cabeza de la persona en cuestión, alterada por el flechazo.
Ella pensaba que todo el mundo hacía lo mismo y que cada uno tenía su propia clasificación. Paula tenía 3 años y nunca les había preguntado a los demás por los colores que veían.

Continuarà…